CANCER
Cáncer.
Tengo cáncer. Es terrible y duro.
Esta lotería no tiene pedrea, si te toca, te toca el premio gordo.
No espero, ni quiero, comprensión ni compasión, solo deseo expresarlo con mis palabras, sacarlo de dentro, saber qué me ha pasado y porqué, y qué va a ocurrir a partir de ahora. Si no perderle el miedo, al menos si enfrentarme de cara a mis temores, que no son pocos.
Combatir esta certeza es para algunos un acto de vida, y de muerte, valentía y cobardía al unísono. Para mí es todo eso, y además un grano en el culo, un baile mal acompasado: un pasito hacia delante, un pasito para atrás. Un «que coño he hecho yo para merecer esto».
Empezó meses antes de oir de pandemias: tras unas pruebas, el internista que lo detectó, lo nombró por su apellido, lo que, por analfabeto médico que soy, no me produjo mayor inquietud, salvo que después me remitió de urgencia a cirugía, y ahí todo cambió.
El cirujano, parco de oratoria, con intención de tranquilizarme me dijo, también sin nombrarlo, que hoy en día era una enfermedad crónica que, cogiéndola a tiempo, cada vez era mayor el número de personas que sobrevivian al mismo. Ole sus cojones, que gran peso me quitó de encima.
Lo del peso resultó premonitorio, ya que después de dos impresionantes sajaduras, me quedé hecho un pincelin, vamos que ríete tú de las dietas de adelgazamiento. Aunque hubo algo que me molestó, y lo sigue haciéndo, y es que debió hacer pellas en clase de costura, ya que con trazo incierto, y por evitar el ombligo, me remendo en la barriga la curva del pellero. Por contra he de agradecerle, entre otras muchas cosas, que me proporcionara la escusa perfecta para no tener que aparecer por la playa al descubierto.
Tras el primer estado de alarma, ya en plena nueva normalidad, vuelta a empezar. Habiamos decapitado al bicho, pero se quedaron sus invisibles tentáculos, rearmandose para una nueva batalla, que superamos, esta vez en la capital del reino, con otra grandiosa estocada, que para si quisieran espadas de renombre, de costado a costado, sin estorbar la anterior, aunque en ésta ocasión sí que remataron con un pespunte de artesanía. No dejo de mirarla todos los días, porque semejante obra de arte no debería de quedar anónima y sin firma.
Corto de ánimo y decaído, y no queriendo importunar con mi letanía a quien seguro tiene más importantes plegarias que atender, con cada envite de ésta puta enfermedad, entono ferviente, aunque falto de convencimiento, la misma profunda y sentida súplica: «Virgencica de mi vida, que me quede como estoy «, con la falsa esperanza que, de tanto repetirla, acabe por hacerse realidad.
Entre ambos rejonazos, y también después, siguieron las peregrinaciones, no se bien si para empalmar o para terminar de palmarla. En una de las primeras, y siendo patente mi falta de fe, me impusieron una medallita cerca del corazón, bien sujeta la cadena en mi interior para no perderla, y que al preguntar por el santo que reverenciaba me dijeron que a San Reservorio, pasante de droguistas y de camellos.
La fiesta del susodicho santo es de esas movibles, que en mi caso la celebro cada quince días, y después de cada verbena me traigo las sobras en una botellita adaptada para la ocasión, y al tamaño de la mariconera del chino, que me cuelgo para su buen manejo y traslado.
Lo peor del chute es el resacon que me deja después de apurar los restos del veneno: tres o cuatro días de mareo y asco, y algún que otro efecto secundario al cual mas extraño.
Mi mujer, mi querida esposa, santa donde las haya, me acompaña en todas las romerías, y aunque no participa de celebraciones, pues es la que peor lo lleva, siempre está a mi lado. Ella, junto con mi oncologa, druidista y dopadora, consiguen que en las visitas al hospital de día me encuentre como en casa: ambas, sanitarias, se quedan hablando de mis cosas, mientras yo espero apartado, sentado en un rinconcito, quieto y chito. Cuanto las quiero a las dos, y cómo echaré de menos sus charretas, una vez tenga superado éste calvario.
Poco he podido replicar hasta ahora, resignado, solo dos cosas he dejado bien claras cuando me han permitido abrir la boca: la primera, repetida a todos hasta la saciedad para que no se vengan a engaño, es que mi dieta incluye vino, y por muy mal que me encuentre es una arraigada costumbre a la que no pienso renunciar. La segunda es que no se callen nada y me digan siempre la verdad, y si, llegado el caso y ojalá no ocurra nunca, y algo irremediable aconteciera inminente, me lo comuniquen de inmediato, ya que, en ese hipotético trance, conozco a un fulano que quisiera que me acompañase en el último viaje y para el que ya tengo comprado el billete, de primera clase, una hermosa faca sacatripas fabricada en Albacete.
El cáncer no me ha hecho mejor persona, ni mucho menos, antes al contrario, siento unas ganas irrefrenables de cagarme en todo lo que se menea, de sofocar el santoral al completo con lo que deseo maldecirles, y a duras penas callo, por no dejar santo sin insulto, y de enviar todo a la mierda y que se acabe pronto ésta pesadilla, y eso descontando que por su causa estoy conociendo a gente maravillosa, sobreviviendo con una vitalidad y una energia ante la adversidad, como no he visto nunca en otras personas.
De la inmundicia, que también la hay, y mucha, y de los malos momentos, no quiero ni mentarlos.
No secuantos capítulos faltan en esta historia larga, interminable. Al ritmo de amputaciones internas que llevo, pronto me voy a quedar solo con el cuero.
Y otra vez, de nuevo, vuelta con lo mismo. Que largo se me está haciendo el camino, me aburren y me consumen las recaídas: ahora son las metástasis miserables y traicioneras las que me invaden y estamos combatiendo. Quién ganará la contienda nadie lo sabe, pero mientras dure la lucha me tragaré mis lamentos, se lo debo a mi familia y allegados, y a mí mismo me lo debo, sobre todo cuando pienso, sin poder evitarlo, en íntimos amigos que por padecer los mismos lances, se fueron y ya no los tengo.
Aparte de las cicatrices visibles, la verdadera lacra, las secuelas físicas y neurológicas, por consideración las he omitido, mucho me queda todavía de llevarlas conmigo.
Si a alguien no le gusta lo contado, o la forma en que lo he hecho, poco lo siento, pues yo hablo de mi enfermedad como me da la gana, porque de ésta maldición y su penitencia soy su único dueño, y porque soy yo el que más dolor sufre, y es a mi a quien le quita el sueño.
Cáncer.
Tenía que decirlo, tendría que olvidarlo.